Reflexiones Lic. Ortigoza Adrián
El problema de la construcción poder y cultura ha sido un tema convocante en la historiografía argentina de los últimos tiempos. A modo de ilustrar, es posible sostener que los abordajes de este extenso proceso se han enfocado en dos perspectivas. Por un lado, aquel de los debates sobre la preexistencia de la Nación, que enalteció al extenso movimiento pasional de la década de 1830 con los sucesos políticos en torno a que la formación de la Nación no fue consecuencia exclusiva de la guerra contra la dominación colonial, ni de los sanguinarios retos civiles que introdujeron la configuración del Estado, sino que, por otro lado, más bien fue el Estado el que dio forma a la Nación. Y esto se dio articulando una retórica sobre los orígenes nacionales.
Ese discurso enigmático e inestable tuvo un papel decisivo en la construcción de un sentido de pertenencia, al tiempo que provocó nerviosismos y pujas concretas y simbólicas entre Buenos Aires y las provincias, no solo en torno al concepto de nación, sino también al de soberanía.
Este trabajo busca contribuir a grandes rasgos al debate entre poder y cultura en Argentina, aportando una breve reflexión bibliográfica de autores vista en la cursada del seminario “Culturas populares”, sin perder de vista las disputas entre cultura y poder. Insertarse en este entramado social y poner en juego sus diversas perspectivas será nuestro gran desafío, para así poder comprender las interacciones que se dan entre estos dos conceptos.
¿Qué es la cultura?
El uso de la palabra “cultura” fue cambiando a medida que fue avanzando el tiempo. Si nos detenemos en el latín hablado en Roma, entonces podríamos decir que estamos hablando del cultivo de nuestra tierra y, si nos proyectamos un poco más, metafóricamente podemos hablar del cultivo de las especies humanas. Y, si a todo esto le sumamos el concepto de civilización (palabra proveniente del latín, que implica lo opuesto a lo salvaje o a la menor rusticidad), podríamos deducir entonces que civilizado solo es el hombre educado. La Real Academia Española (2001) sostiene que la cultura es el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época y en un grupo social.
En este sentido, la palabra “cultura” implica una concepción mucho más considerada por los seres humanos. En primer lugar, pone un freno entre el hombre culto y el inculto. Se hablará de diferencias culturales, en todo caso. En segundo lugar, pone otro freno a cualquier acto discriminatorio entre pueblos; ya no podremos pensar a los nativos de América como lo veían los europeos tiempos atrás, como “salvajes” por el solo hecho de poseer una cultura diferente. Con el aporte de la antropología, el concepto de cultura ha obtenido resultados epistemológicos y metodológicos, así como fuertes implicancias ético-políticas.
[…] Taylor, en 1871, proponía un concepto antropológico de cultura que contrastaba con la idea de “alta cultura” y superaba la distinción entre gente culta e inculta. Franz Boas desarrollaba su concepción de cultura discutiendo la postulación de la raza como determinante de las distinciones entre grupo sociales. La pluralidad de culturas abordaba la diversidad humana enfocando la vida social y su historicidad, e implicaba la relativización (es decir, la puesta en relación, el contraste dilucidatorio de las mismas, la experiencia del carácter situado de parámetros que se suponen, universales fuera de toda situación). Por su parte, Malinowski, con su crítica a la concepción de “hombre” que prevalecía en Occidente y su premisa complementaria de que los colonizados eran “salvajes” e “ilógicos”, contribuyó a discernir en los otros un modo de vida distintivo, racional en sus propios términos, y cuya positividad no podía ser negada. (Grimson-Seman, 2002, p. 2).
Estas tres miradas políticas del concepto de cultura fortalecen esas disputas constantes por esa relación cultura-poder como un problema intelectual o como un problema práctico real. Desde el punto de vista académico, la visión pareciera no ceder ante esa caracterización de la cultura en dirección a las bellas artes, ni a esos esencialismos que pueden determinar incluso que el rendimiento de los niños en un colegio se da por su color o por su etnia. Esto no es más que promover un conflicto entre civilización y cultura (y hasta podemos agregar un tercer componente: la religión).
Importa decir que nuestra visión de hombre es muy diferente, porque nuestras miradas se siguen viendo de mil modos, a medida que avanzan los tiempos. Puesto que nos apegamos a la visión de nuestros antepasados intentando ver mejor, las significaciones del concepto de cultura van más allá de lo meramente dado (su acepción tradicional de pensares y de sentires). Lo que el hombre interpreta y simboliza de la realidad recobra significatividad y hermosura. Estas controversias nos obligan a evaluar con detenimiento los efectos que el poder puede causar sobre lo cultural en sí mismo, “si bien la jerarquización de los estudios académicos revelan un peso todavía grande de los núcleos académicos centrados en los parámetros objetos y valores de la alta cultura”. (Grimson–Seman, 2002 p. 2).
La cultura y el poder, ¿una relación exclusiva?
Convendría echar una mirada a la historia para poder comprender que el concepto de cultura nunca ha estado ajeno al poder, sea cual fuere la forma en la que este se manifieste. Ya sea a través de su enunciación más explícita (como se entiende, en la seguridad ciudadana, el monopolio legítimo de la violencia), ya sea a partir de sus fórmulas más tenues o difusas (como podrían ser los oligopolios del conocimiento que representan las instituciones ligadas al saber y a la ciencia), el poder pareciera siempre interactuar con la cultura. De hecho, es un contenido que forma parte de una muestra habitual y cotidiana de la autoridad que acompaña el ejercicio del poder cuando proyecta su capacidad sobre la sociedad. Basta comparar las teorías clásicas del fundamento del poder (como las de Marx, Durkheim y Weber) para observar las condiciones que hacen viable la constitución de cada una de estas. Excluyen la posibilidad de construcción del objeto. En consecuencia, la cultura también percibe un efecto condicionante social indiviso de las diferentes formas de poder (político, económico religioso etc.), así como otras tantas modalidades indiferenciadas del poder de un agente sobre otro. “La investigación antropológica ha mostrado ampliamente que unas generaciones enseñan a las siguientes historias y tradiciones, rituales y modos de trabajar, forma de hablar y moverse, saberes y gustos”. (Grimson-Seman, 2002 p. 3).
Es por todo ello que podemos ver que, en las sociedades, hay muchos atributos culturales que desempeñan sus funciones y se relacionan con la cultura para afianzarse como tales. Todo esto lo podemos ver de forma substancial; la visibilidad cultural se basa en relaciones de dependencias con el poder. Estas relaciones configuran, a su vez, un entramado dentro de la microfísica del poder, que organiza y regula transversalmente las estrategias de normalización que sustentan y hacen viable la estabilidad de las sociedades. (Foucault, 1979). Por otro lado, no podemos no traer a discusión lo que significan nuestros patrimonios históricos y los argumentos que nos hablan de artes. Entenderemos, entonces, que la cultura ha sido una de las manifestaciones externas del poder. Podríamos decir que, dentro del complejo y sólido cimiento en que se materializa el poder, la cultura ha sido una de sus caras más singulares y duraderas. Esta particularidad ha conseguido apropiarse y suavizar la violencia y sus estructuras jerarquizadas que acompañan los relatos legitimadores que explican, o justifican, la necesidad del poder. (Maravall, 2002).
Como podemos ver hasta aquí, los interrogantes emergen uno detrás de otros según vamos penetrando en la apasionada textura que nos ofrece ese inconsciente que sustenta la relación entre cultura y poder. La posibilidad de dar una contestación concreta a nuestra curiosidad sobre el tema se torna más compleja, ya que nos encontramos ante una dificultad que surge de la comprobación de un dilema casi inexplicable: el poder y la cultura se buscan y se persiguen, aunque no se sabe precisamente por qué. “En definitiva, y aunque existe un amplio acuerdo acerca de que los seres humanos somos seres culturales, es difícil considerar que cada uno pertenece a una cultura específica, orgánicamente separadas de todas las demás”. (Grimson-Seman 2002, p. 4).
No cabe duda de que todo lo expuesto hasta aquí nos ilustra esa estrategia que durante mucho tiempo las instituciones del Estado, sus Gobiernos, instrumentaron a modo de patrocinio sobre lo cultural. En un primer momento, la cultura solo era propiedad de las altas clases. Seguidamente, esto fue perdiendo color, y ya empieza lo cultural a anclarse en órbita de las clases medias pasando a integrar parte de un diseño que, posteriormente a la Revolución Francesa, se intelectualizó más en el ejercicio del poder. “No se trata solo de que hay una lucha cultural, sino que al mismo tiempo la cultura se encuentra en la base del conflicto político en un sentido diferente”. (Grimson-Seman 2002, p. 8).
Siguiendo esta concepción de base, en donde no hablamos de una cultura en sentido lujoso ni tradicional, ni mucho menos reducida (como algunos autores sostienen) solo a las Bellas Artes. El concepto de cultura que venimos desarrollando debe ser entendido en un sentido amplio y general. Una cultura vista como ese conjunto de experiencias individuales y colectivas que acumulan un imaginario simbólico que se transporta de generación en generación y que requiere un repertorio extenso e intenso de respuesta a su sentido. Inmediatamente, esta perspectiva nos motiva a mucha suspicacia, aun entre quienes sostienen premisas introducidas, tanto teóricas como metodológicas, que trajeron aparejadas enormes dificultades, sobre todo en el campo que nos ocupa y en la connotación que subyace a la expresión de la cultura. Tal como lo ilustra Daniel Miguez (2003), existen despliegues de herramientas alternativas o adaptativas como rostro para hacer frente a las dificultades y poder definir por vías convencionales esas metas sugeridas por la cultura oficial. La ambigüedad se presenta entre la alteridad de lo convencional versus lo estructurado de la búsqueda y aceptación de esos sujetos estructurados de pertenecer y de ser aceptados. Es otro ejemplo más, que se plasma con luminosidad en esa interacción en donde se fusionan intereses recíprocos que terminan conformando una estructura asociante entre el poder y la cultura, que hace una vez más que ambos se necesiten y se utilicen debido a la fuerza que persiste en sus relaciones. […] Es evidente que muchas de las violencias que han sufrido las sociedades latinoamericanas es el resultado de la forma en que las agencias del estado han encarado sus diversos intereses sectoriales. (Miguez, 2002, pág. 16).
La recepción de esta tradición en el contexto cultural lleva a sus protagonistas a encarar un papel central con la responsabilidad de producir cambios en la sociedad que revolucionen mediante el impulso de la cultural. Como bien se puede observar en la obra denominada Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, los totalitarismos luego bendecirían la idea de un Estado total que hacía de la cultura la expresión superior del espíritu de una nación o de una clase. (Anderson, 1993). Esta atracción que nace de la interacción cultura/poder es muy interesante; es un factor para no perder de vista, más allá de todas las complejidades que se han expuesto hasta aquí.
Que este romanticismo existe no lo podemos negar. Esto nos lleva a pensar
si el simple interés recíproco que antes desarrollamos puede liberar ese romanticismo que conduce a que el poder y cultura puedan llegar a confundir sus posturas y sustituirse. A simple vista, la respuesta parece ser negativa. Las sociedades y sus intereses parecen justificar la conversación entre ambos, pero no nos brindan una definición clara y precisa para lograr entender dónde radica ese romanticismo que circula ocultamente entre el poder y la cultura.
Es por eso, quizás, que, como eje central, la noción de cultura y poder ha experimentado usos y referencias muy diversas en las ciencias sociales contemporáneas, desde los trabajos pioneros de mediados del siglo xx sobre los valores cívicos hasta los debates recientes sobre la dimensión cultural, incluso de la política. Estos usos refieren así a universos analíticos y disciplinares de los más diversos. La cultura puede referir de este modo a fenómenos de características muy diferentes entre sí. Es por ello que seguir explorando algunos de los enfoques más importantes que han surgido para estudiar la cultura, el poder (e incluso la política) nos obliga combinar una exploración de las redes conceptuales en las que la noción fue inscripta en cada perspectiva, así como a través de una recuperación de su productividad en cuanto a investigación empírica.
Como podemos ver, la cultura y el poder pueden estar situados o pueden ser propiedad de ámbitos completamente dispares de la vida social. Podemos hablar de la cultura de un individuo —y, por ende, de una sociedad— cuando exploramos sus valores y sus principales actitudes respecto del poder. Pero también podemos estudiar la/s cultura/s de una sociedad o de una comunidad observando y registrando sus diseños institucionales en términos formales o informales, como ya mencionamos anteriormente. La cultura puede referirse a los símbolos y/o tramas de sentido que definen la identidad o modos de identificación de un grupo. Puede tratarse también como una dimensión constitutiva de la vida social, abordada como la estructura del sentido común que sostiene nuestra vida cotidiana y nuestras formas de vida en común; como elementos que explican y permiten entender cómo se configura y se reproduce el orden social o cuáles son las coyunturas y elementos que permiten su puesta en cuestión y su transformación.
¿Son la cultura y el poder el punto o área de intersección entre la vida o práctica cultural de las personas? ¿O el término evoca el modo en que las prácticas culturales situadas producen distinciones y diferenciaciones cambiantes entre lo que es poder y lo que no lo es?, ¿entre elementos, objetos y situaciones que tienen o adquieren propiedades de poder y otros que no lo hacen? La cultura y el poder son, finalmente, un término cuyo marco de referencia general e implícita es el de sociedades y estados nacionales. Como muchos otros términos del vocabulario de las ciencias sociales, tiene este sesgo de origen que, a la vez, ha sido puesto en cuestión en las últimas décadas.
Hablamos, por lo tanto, de una conexión recurrente entre estos dos conceptos que, como describen los autores Grimson y Seman, se vincula más con la intención política de producir una identidad, o con una alteridad cristalizada que describe una compleja y cambiante realidad. En resumen, una afinidad electiva en donde ambos viven una complicidad que refleja la pulsión utópica que el poder y la cultura comparten para poder describir el sentido del mundo según sus respectivos ideales.
Continuando con el análisis y observando el momento crítico que atraviesa la cultura en Argentina debido a los efectos de varias crisis que nos envuelven sin compasión (que pesan gravemente sobre lo cultural), sumado a los recortes de las administraciones que reducen y sinrazón castigan universalmente al santificar lo utilitario y lo práctico, podemos decir que la inversión en esta ecuación abre nuevas puertas hacia sucesos que impulsa la nueva sociedad civil.
Gracias a estas recientes iniciativas, se estimula un sostén transversal que detecta competitividad y lo promueve dentro de un entorno horizontal y no jerarquizado, sino que favorece una experiencia estética integral que democratiza los gustos y desarrolla dinámicas de participación cultural. Es así como podemos afirmar que, aunque la cultura sufra la sospecha colectiva que padece el resto de los metarrelatos del pasado, se puede ver que conserva su fundamento esencial, que ofrece un misterio que desnuda y ayuda a entender sus propias heridas y fragilidades.
El poder con el que cuenta la cultura para despertar el espíritu humano y agitarlo apasionadamente a querer reinventarse a sí mismo y su mundo convierte la cultura en un peligro para el poder y, por tanto, necesario. La cultura se entiende, o debe entenderse, como esa necesidad que el sujeto necesita para no convertirse en un bárbaro víctima de sus propias debilidades y frustraciones. Entonces, es así como la cultura debe ayudar, más que nunca, a que todos, que somos víctimas de las crisis que padecemos, podamos repensar con sinceridad los motivos más profundos que nos han conducido hasta estas. Así definida, despliega un sentido de autenticidad que hace que aquellos que se entregan a la cultura puedan ser más profundos y críticos.
A la vista de todo lo expuesto hasta aquí, ¿podemos prescindir de la cultura? ¿Podemos reducir su peso y protagonismo? ¿Podemos pensar en que la gente mire menos cine o teatro, escuche menos música o visite menos galerías, shoppings, museos o bibliotecas? Sinceramente, no.
Bibliografía
Grimson, A. (2002): “Las sendas y las ciénagas de la cultura”, en Tramp (p) as de la comunicación, La Plata, Universidad de la Plata, pp. 55-75.
Foucault, M. (1979) “los intelectuales y el poder”, entrevista a Michel Foucault por Pilles Deleuze, en Microfísica del poder, Madrid, Editorial La Piqueta.
Real Academia Española. Diccionario de la lengua española (22. Ed.). Madrid, España: autor 2001.
Maravall, A. (2002) La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel.