La cultura Penitenciaria en el interior del Centro Universitario San Martín (CUSAM)

La cárcel, como agencia penal del Estado, refuerza, consolida e incrementa, sobre quienes la habitan, sentidos sociales que ubican al privado de libertad como lo sobrante, el exceso y el defecto. Para describir algunas características que identifican esas prácticas de la cultura penitenciaria en el Centro Universitario San Martín (CUSAM) (espacio que se encuentra en la Unidad 48 del Complejo Penitenciario Conurbano Norte, José León Suárez, en el Partido de San Martín, en la provincia de Buenos Aires), tomamos el trabajo de campo como una herramienta de captación de lo real, donde se disputan los sentidos de aquello que nos rodea y nos constituye.

De este modo, y a partir del registro obtenido en varias entrevistas realizadas tanto al personal penitenciario como a privados de libertad, que son parte del CUSAM, indagaremos sobre algunos efectos subjetivos e institucionales sobre el concepto de cultura penitenciaria en la cotidianeidad del encierro, a la luz de algunos autores estudiados en la cursada del seminario “Culturas Populares”.

A través de la visión de Grimson y de Seman (2005), intentaremos considerar los desafíos que suponen los principios modernos del concepto de cultura y las consecuencias que implica.

¿Por qué es importante pensar esas prácticas penitenciarias que se dan en el espacio del CUSAM desde la perspectiva de la cultura?, porque lo cultural está constituido por todas nuestras relaciones sociales. Repensar nuestras propias prácticas culturales nos invita a reflexionar sobre esas relaciones sociales en las que estamos inmersos.

En términos generales, la palabra cultura hace referencia a poder hacer. Es la capacidad que tiene el ser humano para realizar una acción, ya sea por prácticas adquiridas en la vida social, por modos específicos en los que los actores interactúan en comunidad. Entonces, podemos hablar de cultura cuando tomamos decisiones, cuando actuamos, cuando nos resistimos a algunas formas y prácticas por considerarlas injustas, etc. Esto significa que hablar de cultura no es solo una cuestión individual: se piensa siempre con relación a alguien o a algo.

LA CULTURA PENITENCIARIA EN EL INTERIOR DEL CUSAM

El concepto de cultura exterioriza, para las ciencias sociales y para las humanidades, diferentes formas de vida, es decir, la representación de sentidos en torno a determinados hábitos que se llevan adelante en determinadas formas de vida. Nos proponemos pensar la cultura penitenciaria como una construcción social, que no resulta solamente de un proceso normativo, reglamentario, ni puede entenderse por fuera de las interacciones humanas. Sostenemos que son los privados de libertad y el personal penitenciario quienes construyen de forma colectiva la cultura en este espacio educativo en cuestión. 

Tanto los privados de libertad como el personal penitenciario necesitan interactuar entre sí, intercambiar ideas, pensar, trabajar juntos, sobre todo en su rol de alumnos. Entonces, la cultura es interacción. Son esas acciones humanas colectivas las que nos llevan a pensar que la cultura penitenciaria, en el centro educativo, no es estática ni singular, sino más bien dinámica. De este modo, el concepto de cultura se presenta como un vértice principal entre estos actores. Las prácticas humanas refuerzan sus relaciones sociales, que se observan en la cotidianeidad de estos sujetos en el interior del espacio educativo. Estudiar en el centro educativo refuerza, genera, entre los sujetos que la integran, diferentes pautas culturales, que hacen a la prisión más interactiva, no solo con actores internos, sino también con externos. Estas pautas pueden ser heredadas del pasado, pero no conducen al conflicto ni generan contradicciones en la labor penitenciaria.

Comprender la cultura penitenciaria como un proceso en constante cambio implica también reconocer que la interacción humana es el único instrumento que puede producir cambios y nuevas formas de situarse en la prisión por parte de sus actores.   Es decir que tanto los privados de libertad como el personal penitenciario comparten, en su vida cotidiana, similitudes. Entre estas, ambos provienen de sectores vulnerables, y formarse académicamente les otorga la capacidad de modificar y resignificar su vida personal. Entonces, basándonos en el enfoque de Grimson y de Pablo Seman (2002), el término cultura es un concepto paradojal.

Definitivamente, toda interacción parece determinar formas de comportamiento, de relaciones sociales y culturales entre los individuos en ese espacio educativo y, a su vez, estos con grupos, instituciones y la propia comunidad donde interactúan. Toda relación se presenta y se desarrolla de acuerdo a las percepciones y experiencias biográficas que esos sujetos acarrean en su devenir personal, donde asumir esos entornos y escenarios en sus más diversas dimensiones produce transformaciones culturales que posicionan e identifican a estos actores como estudiantes. Entonces, sería probable que esas conductas que exteriorizan los privados de libertad dependan de la influencia de otros individuos (en este caso, personal penitenciario y docentes) como una clave de este proceso.

Si la conducta es una respuesta al estímulo social producido por otros (incluyendo los símbolos que ellos producen), entonces, la interacción entre personal penitenciario, privados de libertad y docentes puede ser concebida como una secuencia de relación (estímulo–respuesta). Esta interacción busca producir efectos sobre la percepción, motivación y, especialmente, sobre el conocimiento y la adaptación de todo privado de libertad y de penitenciarios dentro de ese espacio educativo.

A este supuesto tan complejo vinculado a la disparidad de todo grupo a la hora de interactuar entre ellos y donde el concepto redefinido de cultura se proyecta como algo paradojal es importante sumarle lo manifestado por Hannerz (1996). Este considera que el concepto de cultura no debe ser utilizado como herramienta para afirmar nada, sino más bien para problematizar esas fronteras, mezclas y combinaciones que llevan a la cultura a producir cambios constantemente.

En esta dirección, y como para reforzar el concepto de interacción social, entendemos necesario sumar la ideología de Hebert Blúmer (1969), quien plantea tres premisas a la hora de hablar sobre interaccionismo simbólico: a) la capacidad de pensamiento de los seres humanos está modelada por la interacción social; b) los significados y los símbolos permiten a las personas interactuar de una manera determinada; y c) las personas son capaces de modificar o alterar los significados y  símbolos que usan en la acción y la interacción sobre la base de su interpretación de la situación.

Partimos de la base de que las modernas ideas sobre cultura penitenciaria en el interior de la prisión se enfocan en la transformación constante del personal penitenciario y de que una de las herramientas que caracteriza este nuevo cambio es la capacitación. Es así como formarse en un centro universitario como aquel del que venimos hablando es el punto inicial para esa transformación. En este espacio no solo se los prepara y se los capacita con la finalidad de que cuenten con las herramientas idóneas para poder interactuar con personas privadas de su libertad, sino de que, al mismo tiempo, los propios privados de libertad aporten lo suyo. Ambos deben ser modelo por seguir, en cuanto a actitud, aptitud, conocimientos, principios éticos, probidad.

Así planteada la situación, la antigua cultura penitenciaria que solo conocía de leyes, reglamentos, sanciones y obligaciones (comentario muy explícito por parte de los penitenciarios) comienza a tomar nueva forma. La construcción de nuevos hábitos y de nuevas prácticas entre estos actores que habitan el espacio prisión nos facilita la aprehensión de vivencias, conocimientos, información, pautas de conductas, pautas sociales.

Entonces, la cultura, convertida en una dimensión dinámica que regula las relaciones entre privados de libertad y personal penitenciario, parece ser, en primer lugar, una interacción social. Por este motivo, no se puede dar de forma individual. En este caso, la premisa sería que los seres humanos nacemos en un mundo donde las pautas sociales ya están redefinidas de antemano; es decir, aprendemos de nuestros antepasados (familia, colegios, etc.), de las instituciones, que nos moldean con creencias, hábitos, prácticas. El espacio de la prisión no es la excepción. Vislumbrar estas creencias, pautas y hábitos dentro del centro universitario implica entender que esas relaciones sociales, como efectos culturales, no solo constituyen sentidos característicos del mundo carcelario, sino todo lo contrario: permiten poder interactuar con actores externos a la cárcel.

Más allá de que podamos encontrar opiniones prejuiciosas, muy contradictorias, sobre quiénes deberían realizar esas actividades que se llevan adelante en ese espacio educativo y de qué manera deberían llevarlas a cabo, el afuera representa en ellos esa red de relaciones anteriores a estar privados de libertad, así como para los integrantes del servicio representa relaciones anteriores a convertirse en personal penitenciario. Así, el límite simbólico que representa la cárcel con el afuera se ha perdido.

En consecuencia, el concepto de cultura se complejiza un poco más, y se corre de cualquier eje ontológico que procure detenerla, si bien desde la antropología se ha intentado en los últimos tiempos demostrar el impedimento de que la noción de cultura no cuenta con un territorio delimitado. Más bien debemos pensarla frente a una idea plural, porque los sueños y deseos de los hombres tampoco conocen de horizontes. Reconocer estas construcciones sociales entre privados de libertad y personal penitenciario no es más que ver el mundo carcelario según cómo miramos nuestra realidad. Los diferentes actores que participan en el diseño de soluciones posibles buscan, mediante sus prácticas, configurar una determinada forma de vivir que, para algunos, puede llegar ser más legítima que para otros.

En esta dirección, todo aquello aprendido, heredado en sociedad y que nos constituye como individuos, a la vez, nos posiciona con un gran recurso cultural en un grupo determinado. 

En términos de Bourdieu (1997), el capital cultural nunca es individual: siempre es el producto de una sociedad que lo comparte y lo defiende. Cada uno de los integrantes aportan lo suyo. Los privados de libertad y el personal penitenciario no son la excepción. Sus prácticas y sus hábitos otorgan sentido al fortalecimiento del grupo.

Ahora bien, sabemos que nuestro sentido común se apoya en conocimientos y creencias que se comparten en comunidad y que consideramos como ideas lógicas o válidas. A menudo escuchamos decir, tanto a los privados de libertad como al personal penitenciario, en este centro educativo, la palabra que nos identifica: estudiante. Todos venimos a estudiar. Y hasta algunos de ellos se molestan si le preguntamos sobre las expectativas que tenían antes de ingresar a estudiar al centro universitario, sabiendo que sus compañeros serían privados de libertad, y viceversa.  Entonces, si intentamos desglosar el término estudiante, debatir en profundidad su significado con el objetivo de construir una nueva oración que ponga en cuestión su enunciado inicial, la idea correcta sería no reescribir la frase solo transformándola en la opuesta por la negativa. Es decir, no hay que dar vuelta su sentido. Ya sabemos que el concepto de cultura no reconoce fronteras; que debemos indagarla con una mirada múltiple; que sus aristas describen realidades; que solo los integrantes de un grupo pueden, con sus opiniones, otorgarle sentidos al grupo.

El propósito, entonces, sería redactar una nueva proposición sobre la base del término original que contenga los nuevos sentidos que se vienen debatiendo sobre el concepto de cultura, conjugando supuestos de autores que hablaron sobre esta. Grimson (2005) sostiene que nuestro sentido común nos lleva a pensar que, en el mundo, existen personas negras, blancas, mestizas o indígenas, aunque el mismo autor remarca que esto no es así. Establecer alianzas, fortalecer vínculos entre ellos legitima un pacto social. Es así como la palabra estudiante sería una palabra adquirida en ese espacio educativo como expresión que clasifica cosas y personas. Y, cuando se tiene esta mirada, se intenta que esas palabras otorguen sentido a esas personas y a esas cosas.

El contraste, entonces, es mirar sus historias de vida, sus experiencias laborales, sus vulnerabilidades, etc., pues de allí creemos que procede su poder de construir nuevas prácticas culturales en el interior del centro educativo. Estos pactos sociales, no obstante, al tener como trasfondo relaciones de desigualdad, pueden resultar, en algunas ocasiones, en una confrontación simbólica entre estos, que se resuelve con la palabra como vehículo de resolución de conflictos,  entendiendo que la cultura crea marcos de entendimiento moderados y legitimados.

El término estudiante, construido por sus actores, demuestra el trasfondo de representaciones que se establecen en un proceso de construcción y reconocimiento. Se establece una relación binomial entre cultura y representaciones, esencial para reponer los núcleos de sentidos a partir de los cuales se resuelven sus identidades.

Para seguir profundizando en el término estudiante (tan presente desde la perspectiva de los propios actores), consideramos necesario analizar sus diferentes instancias. La primera hace hincapié en el supuesto alumno que se plantea al momento de ir a estudiar. En primer lugar, en la mayoría de los casos, los privados de libertad y el personal penitenciario que van a estudiar lo hacen para crecer no solo en el sustento familiar, sino también en el laboral.  En segundo lugar, paradójicamente, parece que el estudiar no solo es crecimiento personal. Al privado de libertad, el estudiar le atenúa su condena, y al personal penitenciario le da la posibilidad de adquirir cargos jerárquicos en el trabajo. La posibilidad de articular intereses por partes de estos actores en pos de construir ese rótulo que los identifica como estudiantes muchas veces encuentra sus límites en sus propios procesos de construcción social. Si bien cualquier negociación entre grupos de personas implica múltiples imbricaciones a la hora de construir potencialidad de cambio, también implica la posibilidad de constituirse como un espacio de construcción de sentidos alternativos. Es decir, el saber consiste aquí en la posibilidad de habilitar siempre determinados mundos posibles, obstruyendo e invisibilizando todo aquello que no se ve bien (el penitenciario, en su rol de autoridad, y el privado de libertad, en la sumisión a sus órdenes),  nuestras ideas acerca de lo que está bien o mal, de lo que aquí se ve establecido por el modo de estructura de interacción social y por sus formas de resistencia. Puede considerarse que aquí reside la importancia de la política educativa y sus prácticas culturales como actividad humana transformadora en el interior de un espacio educativo.

CONCLUSIÓN

La cultura parece ser, ante todo, el modo de establecer el movimiento constante de la vida concreta de los estudiantes del CUSAM. Es el principio regulador de experiencias. Mediante esta, concretan y estructuran su cotidianeidad a partir del lugar que ocupan en las redes de relaciones sociales.

Sus prácticas culturales son un escape o fuga de la cruel realidad que es transitar sus días en prisión. En esta dirección, el término cultura no es visto como un componente agregado a las prácticas cotidianas que se desarrollan en el lugar, sino más bien una dimensión integral de todas las prácticas sociales en su conjunto. No se puede ser tan social y pasar desapercibido. Sus acciones sociales no podrían ser tales si no se acompañan de representaciones típicas de aquellas.

Entender, entonces, las prácticas sociales que se dan en el interior de la prisión como luchas constantes es introducirse en el terreno del análisis del concepto de la cultura. (Aunque ello se torna complejo cuando intentamos comprender esos procesos culturales dentro de la sociedad carcelaria).

Mi sentido común me lleva a creer que, en un mundo tan inestable como la prisión, al contar con un espacio universitario en su interior, el concepto de cultura juega un rol netamente político. Existe la necesidad de localizar procesos de identidades. En efecto, como ya lo explicamos a lo largo de este trabajo, la cultura es un vector que organiza y representa en nosotros un universo colmado de sensaciones que operan entre lo real y lo no real de nuestras vidas y del mundo social.

BIBLIOGRAFÍA

  • Bourdieu, P. (1997). Capital cultural, escuela y espacio social. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
  • Blumers, H. (1969). Interaccionismo simbólico: perspectiva y método.  Barcelona: Hora.
  • Grimson, A. (2002): “Las sendas y las ciénagas de la cultura”, en Trampas de la comunicación. La Plata: Universidad de La Plata (pp.55-75).
  • Grimson, A. Seman P. (2005). Presentación: “La cuestión cultura”. Etnografías contemporáneas, Año 1, N.º 1, 11-22.
  • Hannerz, U. (1996). Conexiones transnacionales. Madrid: Cátedra.
Scroll al inicio